lunes, 26 de enero de 2009

La chuequera

Hace un año o mas encontre un blog ( http://bestiaria.blogspot.com) que al principio me deslumbró, después leyendo una y otra vez sus post me fue aburriendo un poco. En Bs As esta chica es un crack de los blogs, tanto que Lanata le hizo un espacio en su diario online
Particularmente a mí ya me dan sensación de puro cuento sus historias. Pero bueno, quizá pasa todo por ahí. De que escribe muuuy bien, no caben dudas, en ese sentido es una grosa. Y uno de los primeros post que leí de ella me encantó, y todavía me gusta.
Porque me siento identificada.Acá va...con su debido permiso, y con todo respeto Srta Carolina Aguirre.

El cromosoma chueco
Para mí, la ciencia fue siempre un gran misterio. Tanto, que de mi rudimentario aprendizaje en el colegio sólo pude retener dos cosas: que no hay que comer grasas saturadas y que la explicación de todas las deficiencias está a menudo en la cantidad de cromosomas. Será por eso, entonces, que desde hace muchos años asumí de manera irresponsable y autodidacta, que las mujeres como yo debemos tener uno de los dos últimos cromosomas (las famosas "XX" que determinan, entre otras cosas, el género) con una pata chueca o borroneada.
El cromosoma chueco cumple su función con dignidad y eficacia. No tiene grandes falencias. A primera vista, las mujeres como yo somos iguales al resto. También sufrimos por amor, lloramos día por medio, nos volvemos locas por los zapatos, y nos queremos casar con Michael Scofield. Nada demasiado inusual; somos una más del montón. De hecho, si no nos hubiésemos comparado con amigas en el secundario o hubiésemos visto programas de televisión adolescente, todavía ignoraríamos esta diminuta invalidez.
La única consecuencia puntual del cromosoma chueco es un grupo de anomalías en las respuestas arquetípicas del propio género. Esto quiere decir que las mujeres que tenemos la equis comprometida muchas veces reaccionamos de manera imprevisible y no convencional a ciertas situaciones genéticamente programadas para el sexo femenino.
Este es un concepto ininteligible para quien no padece esta enfermedad, porque cada persona representa a su género a su manera. No existe una forma universal de ser mujer. Lo que existe es una serie de comportamientos más o menos ventajosos para interactuar con el sexo opuesto. Una fórmula aceitada que nosotras, las minusválidas del cromosoma chueco, no terminamos de resolver nunca.
Aunque hay muchos síntomas visibles, existen varios factores inequívocos para determinar si una mujer posee las dos equis funcionando correctamente: el retoque de maquillaje, por ejemplo, es uno de ellos.
Antes de salir para una fiesta, las mujeres nos maquillamos. Algunas usamos base, rímel, brillo para labios y otras, además agregan sombra y delineador. Pero a pesar de habernos pintarrajeado en casa, las mujeres además llevamos el arsenal de pinturitas apretujado en la cartera para retocarnos en la fiesta. Luego de un par de horas en el evento, las chicas se van al baño discretamente, se empolvan la nariz y vuelven relucientes, como una pared recién pintada. Las minusválidas como yo, en cambio, cargan el maquillaje como mulas por toda la reunión, convencidas de que esta vez van a retocarse, pero siempre se olvidan de hacerlo. O, peor aún: sabiendo que tienen que hacerlo, se tiran en la silla como un vagabundo, y se resignan a salir en todas las fotos con la piel brillosa y el labial entre los dientes porque les da fiaca ir a pintarse otra vez.
Otra forma de averiguar si una mujer posee esta irregularidad es observar con atención los actos escolares. Si a una nena le dan el rol de granadero o de sereno colonial normalmente llora. Pide ser dama antigua, suplica de rodillas, pega alaridos, dice que no quiere ir. Las del cromosoma chueco, en cambio, están encantadas con el morrión de oso o el farol del sereno. Caen el día del acto, pintaditas con corcho quemado y la ropa de un hermano mayor, y sienten pena por las otras chicas con sus cargados miriñaques y sus peinetas con pena, que apenas pueden moverse y se están por desplomar del calor en el patio del recreo.
Más adelante, este mismo síntoma se pone en evidencia en todas las fiestas de disfraces. Las mujeres normales nunca quieren vestirse de algo feo. Tratan de conciliar la consigna con el sex appeal. Si la fiesta es de terror, por ejemplo, las chicas van de vampiresa, de bruja o de diablita. En cambio nosotras, las minusválidas, queremos ir siempre de zombie con los órganos de afuera, o forradas en papel higiénico como momias. Elegimos lo que es más divertido o más original, sin tener en cuenta nunca que vamos a ir horribles, hediendo a témpera verde o a boligoma, a una fiesta llena de chicos.
Las mujeres normales, además, conocen los límites del vestuario. No van a un cumpleaños en jogging por más tristes que estén. Saben que el jogging una trampa, porque si bien es muy cómodo, proyecta en su entorno un holograma de desidia insuperable. Que hay un código de vestimenta implícito: se puede usar en casa o para hacer gimnasia, pero no para salir de compras, ir a tomar el té o andar por la vida. Nosotras, en cambio, si bien luchamos contra este hábito maldito, al segundo o tercer día siempre volvemos a caer. Entre una cosa y la otra, volvemos a usarlo con total impunidad en ámbitos insólitos, como si estuviésemos de punta en blanco. Nos encontramos con una amiga para almorzar, vamos a hacer compras, e incluso aparecemos en una cita diurna con semejante atuendo porque tuvimos pereza de cambiarnos.
A pesar de lo dicho, esta anomalía no confundirse con falta de femineidad ni estampa de varonera. No puedo explicar cuál es el límite concreto, pero no somos menos mujeres que el resto. A lo sumo, tuvimos mayoría de amigos hombres en la escuela, no sabemos caminar con tacos altos, y somos más graciosas que el promedio de nuestro género. Pero como dije antes, la ciencia es un gran misterio. Por algo en las matemáticas siempre hay que despejar la equis. Todos saben cuánto vale “Y”, pero la “X”, la equis es siempre una incógnita.

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